¿De qué va?. Louise Brooks (Amy Adams) es una reputada experta en lingüística que debe afrontar la trágica pérdida de su hija. Tocada por el abatimiento, asiste asombrada a la llegada de 12 naves alienígenas que se sitúan en diversos puntos del planeta. Reclamada por el ejército, Louise viajará hasta Montana, Estados Unidos, junto al científico Ian Donnelly (Jeremy Renner), para intentar establecer una comunicación con los “visitantes”.
¿Y qué tal?. A medio camino entre el cine de encuentros con extraterrestres (“Contact”, “Señales”) y el drama psicológico de tintes fantásticos –no tan lejos de los laberintos de “Enemy”, del propio Denis Villeneuve–, “La llegada (Arrival)” maneja con habilidad las idas y venidas entre la dimensión humana y la escala cósmica de sus muchas y ambiciosas tesis; sin embargo, en su recta final, las nobles ansias de grandeza del relato conducen al film hacia un mesianismo algo ampuloso. Cabe decir que Villeneuve no ha sido nunca un cineasta de la ligereza: su ambición es la de revelar algo profundo sobre la existencia humana. En “La llegada”, esa “verdad” está vinculada a dos planteamientos centrales: por un lado, la celebración de la comunicación como sostén político, moral y existencial de la sociedad y la naturaleza humanas; por el otro, un estudio de la pérdida de un ser querido sostenido por equilibradas dosis de romanticismo y fatalismo.
Basada en el relato “Story of Your Life” de Ted Chiang, “La llegada” se hace fuerte en su optimista y argumentada defensa del valor del lenguaje como arma pacifista. Rompiendo con la idea de que los alienígenas hablarán nuestra lengua –una noción ampliamente explotada por la ciencia ficción–, la película consigue hacer de las trabas para la comunicación su eficaz leit motif narrativo. No solo importa el “contacto” con los aliens, sino también el utópico entendimiento entre las naciones del mundo, y por último, y sobre todo, el vínculo entre una madre (Amy Adams) y su hija fallecida. Como en gran parte de la ciencia ficción, “La llegada” aspira a ir muy lejos para entendernos a nosotros mismos, y en este caso el instrumento para ese “viaje” es el lenguaje. En cierto modo, la lingüística juega en “La llegada” el rol que las teorías cuánticas y la relatividad tenían en “Interstellar” de Christopher Nolan. Y en ambos casos, el rigor científico funciona mejor que el desbordamiento emotivo, aunque ambos son igualmente relevantes para la confección de los trascendentales argumentos de ambas películas.
Si “La llegada” consigue emocionar al espectador es gracias al excelente trabajo de una Amy Adams sobresaliente en su papel de científica que busca su camino en el ojo de un huracán emocional y existencial. Adams pertenece a la estirpe de las actrices-oxímoron: intérpretes de quebradiza dureza, actrices aferradas a un coraje que solo parece posible desde la más absoluta fragilidad. En “La llegada”, Adams recuerda vivamente a la otra gran actriz-oxímoron del cine actual: Jessica Chastain. De hecho, se diría que el personaje de Louise Brooks parece una combinación perfecta de los encarnados por Chastain en “Interstellar” –la científica comprometida emocionalmente con su misión– y en “El árbol de la vida” de Terrence Malick –la madre devota y sufrida–. Aunque la comparativa más interesante surge al vincular a Adams con dos personajes a los que dio vida Jodie Foster. Primero, el más evidente: la Eleanor Arroway de “Contact”, de quién el personaje de Brooks toma prestado el coraje para lanzarse al vacío en su búsqueda de respuestas a dudas personales y universales. Luego, otro más sutil: el de la Clarice Starlingde “El silencio de los corderos”, de quién Adams hereda aquel mágico equilibrio entre fascinación y terror en el diálogo con lo desconocido (aquí, unos aliens en lugar de un psicópata caníbal).
Impecable en su vertiente audiovisual, “La llegada” deja en la memoria del espectador algunos destellos kubrickianos: una mujer caminando por el pasillo circular de un hospital, o una estancia de color blanco como apoteosis de un misterio de calado filosófico (imposible no pensar en “2001: Una odisea del espacio”). La película ofrece un ajustado suministro de parafernalia digital, comenzando por unos aliens heptápodos, aunque la imagen más poderosa del film –mucho más que los insistentes insertos que reconstruyen la relación entre madre e hija– es la del guante del personaje de Jeremy Renner tocando la superficie de la nave alienígena: un elogio de la cualidad táctil, física, de la aventura. Una odisea que, como se apuntaba al inicio de esta crítica, peca en su conclusión de un cierto exceso de solemnidad y de fanfarria emocional/trascendental, a medio camino entre el maximalismo intimista de las últimas películas de Terrence Malick y la grandilocuencia del final de “Señales”, aunque cabe matizar que la película de Shyamalan ponía en juego un sentido del humor que no tiene lugar alguno en “La llegada”.