Después de una larguísima espera –se viene hablando de este proyecto desde los tiempos de “El árbol de la vida”–, por fin pudimos ver, en la competición oficial del Festival de Venecia, “Voyage of Time”, el documental de Terrence Malick sobre la Historia de todo, desde el origen del universo hasta lo que podemos intuir que sería su final (también podría ser un nuevo comienzo). La película de 90 minutos narrada por Cate Blanchett –que tendrá una versión de 45 minutos para Imax narrada por Brad Pitt–, presenta una historia natural del planeta filtrada por una conciencia humana y una voz poética, ambas de Malick, por supuesto. Poco después del estreno de “El árbol de la vida”, empezó a hablarse del interés del cineasta texano por ampliar el segmento más cósmico de la película, algo posible gracias la apabullante evolución de la tecnología digital. Hoy, Malick puede poner en imágenes todo aquello que imagina: dos dinosaurios que intercambian un saludo cariñoso, el primer animal acuático capaz de mirar a través de sus ojos, o un cocodrilo prehistórico que se pasea por un escenario pantanoso que remite al de “Lousiana Story” de Robert Flaherty (una película retrospectivamente malickiana).

Desde “El árbol de la vida”, la obra de Malick se ha ido distanciando progresivamente de todo sostén narrativo para inventar un cine de la emoción pura: películas de cronologías imprecisas y voces en off entrecruzadas. En cierta manera, “Voyage of Time” se sitúa a la contra de esas dos cuestiones. Por una parte, el relato de la Historia del universo, que se focaliza rápidamente hacia el planeta Tierra, ofrece a Malick un motor narrativo poderosamente cronológico. La película avanza de manera brutalmente elíptica, pero su evolución es perfectamente comprensible, lo que clarifica su lectura y amplía el potencial de entretenimiento para el gran público (los aplausos generalizados en la proyección para la prensa en Venecia apunta a ello). Por otra parte, la polifonía de voces se reduce aquí a una sola, la de Cate Blanchett recitando la plegaria de Malick, destinada en esta ocasión a la “Madre” naturaleza. En este sentido, en “Voyage of Time”, la deriva cristiana de las últimas películas de Malick parece dejar su lugar a un panteísmo nada dogmático. Queda el carrusel de preguntas espirituales (algunas algo ramplonas) de la voz en off: “¿Qué es el mundo? ¿Quién eres tú que das la vida? ¿Puede una madre olvidar a su hijo?”. Pero la búsqueda del paraíso y el sentido de la existencia, que todavía permanecen, se ven ensombrecidas por el reconocimiento eufórico de las maravillas del mundo.

Una de las vías de aproximación a esa realidad –la más sorprendente de todas– es el empleo de unos planos tomados en diferentes partes del mundo, en la actualidad, con una cámara digital de baja resolución (podría ser la cámara de un teléfono móvil). Escenas que muestran a hombres y mujeres que pasean su locura por la calles, a gente embarcada en rituales religiosos, o escenas dramáticas acontecidas en campos de refugiados. Estas imágenes, que probablemente desaparecerán en la versión IMAX, ayudan a poner sobre la mesa la variable moral del discurso de Malick, que conecta aquí armónicamente con su humanismo de corte trascendental. Pese a la dimensión planetaria de la película, Malick consigue mantener presente, durante todo el metraje, la figura del ser humano como eje central de su pensamiento.

Dado que el lienzo sobre el que Malick dibuja su Historia del mundo es prácticamente infinito, la voz en off de Blanchett debe expandirse de un modo tan libre como elemental. Más que un “flujo de consciencia”, podríamos hablar de un “flujo de la existencia”, un recitado que aspira a poner en palabras lo inasible: ante todo, una curiosidad infinita por saber, por conocer. Hay algo demasiado artificioso en el modo en que Malick aplica una pátina de psicología a las imágenes del mundo natural: el movimiento de las células se conecta con la “inquietud e insatisfacción” que siente el cineasta ante la inmensidad de sus interrogantes existenciales.

Pese a que en “Voyage of Time” hay cosas que no habíamos visto en el cine de Malick –hay un extenso pasaje en el que seguimos a un clan de homínidos que descubren la naturaleza, aprenden a cazar, luchar y rendir tributo a sus muertos–, la película genera una sensación permanente de déjà vu. Al final, lo que queda, es la belleza arrolladora de las imágenes y la riqueza científica del film –la avalancha de conocimientos sobre geología, zoología o astronomía es desbordante–. Ojalá Malick aproveche este trabajo libre, preciosista, pero también animado por una fuerza cronológica, para recuperar una senda heterodoxamente narrativa (pero narrativa y concreta, a fin de cuentas). Algo complicado dada la alegría que desprende su apuesta por una inventiva indomable. Por nuestra parte, soñamos con la improbable suerte de reencontrarnos con su gran cine, el de títulos como “Dias del cielo” o “El nuevo mundo”.