En 'Tres anuncios en las afueras de Ebbing, Misuri', la enésima historia de violencia americana que hemos visto en esta 74ª Mostra de Venecia, el director inglés Martin McDonagh deja a un lado las piruetas metanarrativas de 'Siete psicópatas' para recuperar la oscuridad entre existencialista y nihilista de 'Escondidos en Brujas'. La diferencia es que este réquiem fílmico, dedicado a la fuerza (auto)destructiva del deseo de venganza, vampiriza la iconografía de la América profunda y criminal que va de Dashiell Hammet a 'Bonnie y Clyde', de 'Los supermaderos' (referente citado en entrevistas por Woody Harrelson, el sheriff de la película) y los hermanos Coen. Un imaginario poblado por policías racistas, adolescentes desencantados, bares de mala muerte, matrimonios abocados al rencor y otras miserias de la América white trash.

En este escabroso escenario, McDonagh presenta una historia que, en sus primeros compases, se precipita por la pendiente de la misantropía y el exhibicionismo del director-guionista. A través de los “tres anuncios” del título –grandes pancartas al borde de una carretera secundaria–, el personaje de Frances McDormand (sarcástica y brillante como de costumbre) hace público su malestar frente a la incapacidad del sheriff local para resolver la violación y asesinato de su hija. El inclemente envite de la madre contra el buen policía (Harrelson en una de las cumbres de su carrera) genera un fuerte tumulto entre los habitantes del pueblo. Un todo o nada que provocará una larga cadena de trágicos acontecimientos.

Tan tarantiniano como de costumbre, McDonagh abusa de la pirotecnia dialogada y convierte a todos los personajes en monologuistas ácidos y listillos. Luego, en una set piece espectacularmente coreografiada, los problemas para controlar la ira de un policía encarnado por Sam Rockwell dan pie a un festín de violencia musicalizada que remite a la bailarina sesión de tortura que protagonizaba, en plano secuencia, el Señor Rubio (Michael Madsen) de 'Reservoir Dogs'. Sin embargo, cuando todo parece listo para un descenso sin fin hacia el infierno, una cartas escritas por el sheriff, enfermo de cáncer, generan en la película un impulso redentor que enriquece notablemente el relato. No es que McDonagh abandone el territorio del artificio distanciado para abrazar empáticamente a sus criaturas, pero la estupidez que marcaba muchas de las primeras decisiones de los personajes va dando paso a un progresivo reconocimiento de su humanidad, encarnada en el surgimiento de la compasión, el perdón e incluso la ternura.

Reconforta ver a un director capaz de retratar los males de la América contemporánea sin caer en el estudio sociológico o en el panfleto político. La pluma y el intelecto de McDonagh están puestos donde deben estar: en el esfuerzo por trascender la caricatura en la composición de unos personajes tocados por el fatalismo.