Haciendo justicia a su condición de enfant terrible del cine contemporáneo, Michel Franco compone en ‘Nuevo orden’ un verdadero teatro de los horrores con el que denunciar el desmembramiento de la sociedad mexicana. Con un ojo puesto en la crisis moral que, según el cineasta, se extiende por todos los estamentos de su país, y con el otro ojo apuntando a la violencia como forma natural de expresión del poder, Franco perfila una realidad distópica en la que cualquier pulsión humana es aniquilada por diversas formas de brutalidad y opresión. El escenario se parece muchísimo al México actual y la acción arranca en la mansión de una familia adinerada que acoge la boda de la hija del clan. Franco, con su mirada distanciada y su gélida concepción de la puesta en escena, se dedica a diseccionar los banales rituales burgueses hasta que la violencia hace acto de presencia de la mano de un grupo de asaltantes, la avanzadilla de un revolución popular que, pintura verde en mano, hace realidad el concepto de la lucha de clases a través del pillaje y el asesinato.

En su propia salsa, Franco dedica el resto de la película, algo menos de una hora, a imaginar la respuesta por parte del poder a este levantamiento salvaje. La respuesta llega sin contemplaciones y es controlada por los militares, a quienes se suman, de forma oportunista, facciones paramilitares que, en sus prácticas aberrantes, traen a la memoria la monstruosidad con la que operan los cárteles de la droga. La violencia se dispara en todas las direcciones: de pobres hacia ricos, de ricos hacia pobres y entre los propios pobres. Un panorama aciago que Franco aprovecha para escenificar un carrusel de violencia ritualizada. La desazón que provoca la película en el espectador puede remitir al efecto desarmante de la monumental y fustigante ‘Saló, o los 120 días de Sodoma’, en la que Pier Paolo Pasolini utilizaba el imaginario cruel del Marqués de Sade para reflexionar acerca de los mecanismos del fascismo. Por su parte, Franco sustituye las perturbadoras formas de deseo que exploraba Pasolini por una colección maquinal, más bien monótona, de episodios aberrantes. De hecho, el amontonamiento de atrocidades –que va de la violencia sexual a las ejecuciones sumarias–, acaba anestesiando la sensibilidad del espectador, que se ve obligado a asistir al sórdido deleite con el que Franco escenifica su teatro de la crueldad.

Concebido como un espectáculo a gran escala –Franco escenifica algunos suntuosos planos generales de destrucción y barbarie urbana–, ‘Nuevo orden’ responde con contundencia a la bancarrota social del México actual, que el director de ‘Las hijas de abril’ presenta como un amasijo de hipocresía, falsa caridad, animalismo, sexismo, corrupción y puro rencor de clase. El cineasta dispara en tantas direcciones que resulta imposible encontrar en la película un atisbo de esperanza o un camino de regeneración. Franco se contenta con exorcizar de forma cruenta los males de su nación y dejar al espectador alelado por el festín de sadismo de ‘Nuevo orden’.