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El cine de barrio del kung fu

El cine de artes marciales nació, vivió su auge, años dorados y ocaso en las destartaladas salas de los cines de barrio. Tuvo una estrella indiscutible: Bruce Lee, que todavía sigue en el recuerdo. A pesar de la apropiación hípster de un género (o subgénero: nunca nos importó eso) que supo combinar la belleza y la tradición con el más puro descerebre pulp. Las siguientes líneas son tan solo la pataleta (voladora) de un amante (como Quentin Tarantino, si es que alguien necesita de un valedor “moderno”) de esas producciones demenciales, apasionantes y maravillosas. Más allá de Bruce Lee.
Por Fausto Fernández
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Toda la culpa la tuvo Bruce Lee, claro. Él fue nuestro James Dean: sus pocas y oficiales películas llegaron de golpe (nunca mejor dicho) cuando él estaba a punto de morir o tal vez ya hubiese fallecido en esas circunstancias que todos quisimos misteriosas, como corresponde a un mito de la cultura popular. Los cines españoles habían tenido hasta la fecha episódicos contactos con el cine oriental, básicamente el japonés, el cual iba de los clásicos como Akira Kurosawa y otros indispensables de los circuitos festivaleros, con la parte más comercial de los monstruos de la productora Toho, Godzilla a la cabeza, y Inoshiro (hoy Ishiro, en lo que se antoja una reescritura “seria” de lo que siempre fuera memoria infantil y de circuito de reestreno) Honda. Pero de repente, ‘Karate a muerte en Bangkok’ se estrena en cines de primera y todo cambia. Cambia especialmente para la crítica de la época. Resulta muy divertido leer las reseñas del film que lanzó al estrellato a Bruce Lee escritas en aquellos primeros años 70. Se destacaban sus filigranas coreográficas acrobáticas (“El temible burlón del karate” llegó a definir la Hoja del Lunes barcelonesa a la película), su violencia y ese regusto a western. No andaban desencaminados, y sobre todo demostraban tener un criterio más abierto que el que vemos en la actualidad en mucha de esa crítica mainstream semanal.

Así, al género de karate, que pronto sería ya conocido simplemente como películas de kung-fu (debido al éxito de ‘Kung-Fu’, la teleserie norteamericana con David Carradine, que era una idea de Bruce Lee que le fue usurpada vilmente), fue tratado como una película a la misma altura que el resto de lo que llegaba a las carteleras, fuera cine de acción, westerns, dramas o propuestas más de arte y ensayo. De hecho, se le dedicó una especie de mimo producto de la curiosidad hacia él, de venir de China (bueno, de Hong Kong, que entonces no era lo mismo… y hoy igual que tampoco) y de ser algo nuevo, algo que mezclaba géneros para crear uno nuevo, que era capaz de ser la cosa más de cine de barrio del mundo y de al mismo tiempo darnos a descubrir una cultura, unos rituales y una estética diferente.

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE BRUCE

De repente todo se llenó de películas de kung-fu. Al principio fueron las del mesías del género en occidente, Bruce Lee, incluso las dos que hizo ya al servicio (coproducción mediante) de Hollywood. ‘Operación dragón’ ya fue el salvoconducto para que ese nuevo género dejara de ser una simple curiosidad, una “película de chinos” (apelativo que seguiría funcionando hasta casi la actualidad de la reinvención intelectual de ese mismo concepto), y se situara a la altura de la última de Robert Redford o de Steve McQueen, no por casualidad este último (y James Coburn, Robert Wagner etc.) amigos personales de Lee y discípulos de la causa. Hollywood se apuntó a la moda de las artes marciales, haciendo de ellas el comodín que mutaba a un thriller o a una blaxploitation, y colándose en producciones mainstream como esos ‘Los aristócratas del crimen’ (1974) que el mismísimo Sam Peckinpah filmara. Pero volvamos a Bruce Lee. ‘Juego con la muerte’, su inacabado film póstumo, en realidad lo más parecido a una snuff movie que se haya estrenado jamás (tendría que venir Blake Edwards con ‘Tras la pista de la pantera rosa’ para decir casi la última palabra necrófila al respecto), mitificó a personaje y al género, pero también abrió la veda para su eclosión popular.

Las distribuidoras españolas habían estado comprando todo el material que viniera de Hong Kong, del imperio Shaw Brothers o de la Golden Harvest, ambas las productoras, las majors de comportamiento y funcionamiento feudal estrellas. Con ambas el cine americano y europeo llegó a colaborar (la Hammer y ‘Kung-Fu y los siete vampiros de oro’, por ejemplo), y con la Golden Harvest el cine español tiene una relación que daría para un libro, no únicamente por ser el fondo de suministro de la distribuidora barcelonesa Lauren Films, sino porque posibilitó que una estrella como Jackie Chan rodara un par de títulos en tierras españolas (¿os acordáis de sus aventuras supercamorristas?), verdaderas joyas de culto. Las carteleras estaban llenas de títulos diversos que iban de lo más tronado (las comedias de artes marciales casi para un público infantil, tipo ‘Llámame dragón’ y sus peleas encima de monopatines) a lo más exquisito (las películas de Wang Yu con su ajustada dosis de violencia explícita y belleza formal) pasando por las más diversas y supercalifragilísticas mixturas (la comedia zombi de kung-fu ‘Cole, cole, que te como’, de ni más ni menos que Tsui Hark antes de ser descubierto no por los amantes de la acción y de Van Damme, sino por los catecúmenos del cine asiático pijo).

Todo llegaba: ‘El comando del dragón’, ‘La hija del dragón’ (sí, lo de dragón era palabra fetiche para el éxito comercial), ‘El luchador manco’. ‘La guillotina voladora’, ‘El espadachín manco’, ‘La furia del tigre amarillo’, ‘Los mercenarios del kung-fu’… Y todo funcionaba. Es verdad que ese cine ya fue conquistando más los circuitos de reestreno y de los cines de barrio, pero eso, lejos de desprestigiarlo, emparentaba con su misma esencia desde sus países de origen: ser un cine popular para ser jaleado, vivido como una experiencia compartida en una sala abarrotada periférica. Es eso lo que la apropiación del cine “artie” ha destruido: no me imagino, ni en un festival tipo Sitges, al personal poniéndose a chillar cual chavales las estampas casi pictóricas y el ritmo lento y que te pide tener un máster (y no me refiero a la teleserie homónima con Lee van Cleef de karateca) ilustrado de ‘The Assassin’… ¿Dónde fue aquel público de ayer? Supongo que envejeció y se refugió en una trinchera nostálgica o simplemente cambió de gustos. Éramos unos espectadores que supimos ver en el sucedáneo una muestra de arte posmoderno. Bruce Lee se fue, pero sus clones, sus imitadores, siguieron manteniéndole vivo: Bruce Li, Bruce Liang, Bruce Le, Bruce Liu… Aquellos tiempos fueron una fiesta, pero pronto todos íbamos a darnos de bruces (sí, es un chiste) con la persecución y caída del género.

NO DESPERTAR AL KARATECA QUE DUERME

Es posible que la simple saturación acabara con el cine de artes marciales, con el cine de kung-fu y la fiebre karateca. Las preferencias comerciales y culturales cambiaron. La década de los 70 no se entiende sin la música disco, el feminismo y el kung-fu. Cuando Tony Manero/John Travolta se maquea en ‘Fiebre del sábado noche’ (John Badham, 1976) frente al espejo en calzoncillos tiene ante él el póster de Bruce Lee, y Lee y sus sucedáneos son su alimento cinematográfico en las calles del Bronx. Pero la música disco dejó de molar (“disco sucks” se leía en las camisetas de los modernos de la época) y lo que había sido una ordalía de largometrajes hongkonguitas o de serie A y B autóctonos quedó en nada, en una especie de hibernación o de letargo del cual saldría gracias a la explosión del vídeo doméstico, esa caja de pandora que revitalizó los subgéneros amén de abrir sus voraces fauces a estrenos imposibles y recuperaciones de culto. Los tebeos de karate, los bolsilibros de artes marciales, el apuntarse al gimnasio (lo d dojo era como muy pijo entonces) e incluso que España produjera sus películas del género (‘Veredicto implacable’, de Mariano Ozores, sí, de Mariano Ozores, ‘Los Kalatrava conte el imperio del Karate’, ésta casi imposible de encontrar hoy día, o el ‘Made in China’ de y con John Liu, gloria de Hong Kong y protagonista en nuestro país de varias locuras y de varios sucesos más propios de la crónica sórdida de sucesos), todo pasó, todo pareció perderse como lágrimas en la lluvia para dejar que los gustos mainstream “ilustrados” se adueñaran del cotarro.

En los 70 eso no se producía, o no de esta manera tan sectaria: en Francia, esa misma Francia que lanza casi anualmente desde Cannes a la fama al último grito en director asiático que reinterpreta desde la pijería al cine de barrio y popular kugfunguita, ya en los 70 se creó un culto casi de filmoteca hacia ese tipo de cine. Las películas de la saga Shaolin se convirtieron en objeto de culto en cines ídem, y toda su ritualidad entre lo documental y lo directamente fantástico y amarillista era disfrutada tanto por el quinceañero de un “banlieu” como por el estudiante de filosofía de Pigalle. Esa es la actitud, debería serla, pero, aunque Quentin Tarantino (o RZA, o tantos otros fans del subgénero que lo homenajean cuando pueden) se quite el sombrero ante él (ante el cine de artes marciales más comercial) y lo samplee con ‘Kill Bill’ o con ‘Jackie Brown’, la verdad es que ya sólo se le hace caso si viene con esa pátina forzda de producto artístico. ‘Tigre y dragón’ ya tuvo mucha culpa, y ‘The Assassin’ es la nueva vuelta de tuerca. Pero a algunos esto nos produce que arruguemos la nariz como Bruce Lee y exclamemos un “¡kiaiii!” poderoso mientras llamamos a los amiguetes para ver en bluray (aunque lo suyo sería en una copia gastada, llena de rayas y con doblaje desincronizado) un clásico de Bruce Liang setentero.

Bruce Li, rey del exploit

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Bruce Lee, él lo empezó todo

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